“¿No sería hora de dejar de usar a la ONU como pantalla? ¿Qué legitimidad puede derivar de ella hoy?”, se pregunta el filósofo italiano, para quien la crisis de Libia exhibe el sometimiento de la política a la economía.
Escribir algo sensato sobre la guerra en Libia es difícil. Y es difícil escribir algo sensato en general sobre guerras como ésta, ahora más que nunca. Se podía quizás en vísperas de las primeras intervenciones militares posteriores a la Guerra Fría, Irak, etcétera. Pero ahora, con la carga de esas experiencias, no podemos hacer otra cosa que leer y releer el artículo de Massimo Fini, publicado por el Fatto Quotidiano (ilfattoquotidiano.it) y retomado por MicroMega, y estar sustancialmente de acuerdo con él.
Estamos en guerra, con la bendición (justamente...) de la ONU, del presidente napolitano y de todos los intervencionistas humanitarios. Y a toda velocidad, con una facilidad desarmante (la guerra se apodera también del vocabulario) nos deslizamos en ella sin darnos cuenta. A tal punto que, pensándolo bien, los resultados reales que obtendremos son los señalados por Fini: crearemos un precedente sin precedentes, justamente, el de una intervención dentro del ámbito reservado de un Estado que no invadió a ningún vecino, pero cuyo poder central se rebela contra la rebelión de una parte del país que nunca asimiló la unidad. Reavivaremos el terrorismo, feliz con la evolución de la crisis, legitimando por otra parte cualquier venganza libia. Protegeremos nuestros intereses, haciéndonos como de costumbre portadores de un ideal de democracia que es tal, precisamente, porque nos queda cómodo, es más, nos permite hacer lo que se nos da la gana cómodamente.
Intervenimos con fines humanitarios, contentos de no haber sido cuestionados por Egipto –actuar contra Mubarak habría sido francamente demasiado, para Estados Unidos y los numerosos proveedores del tirano– pero conscientes de la imposibilidad de ver pasar los cadáveres sobre las orillas –las playas– libias. Si el pueblo se arregla solo, exultamos. De lo contrario, intervenimos. Imponiendo en los dos casos –porque siempre es posible después lamentarnos del peligro del extremismo islámico– la norma democrática occidental como regla del “ Brave New World ”.
El problema principal, como ocurre siempre en estos casos, es que habrá que esperar para saber qué deberíamos haber hecho. Tendríamos que haber aplaudido cuando Vietnam invadió la Camboya de Pol Pot, y en cambio, en esos tiempos, nos escandalizamos por la primera guerra entre dos países comunistas.
Tendríamos que haber detenido la masacre en Ruanda, y seguramente tendríamos que haber intervenido para frenar la guerra en Yugoslavia. Pero habríamos podido (debido) actuar antes, no después: tendríamos que haber discutido públicamente, como Europa, en vez de limitarnos a observar atónitos, el inmediato reconocimiento por parte de Alemania y los países europeos, de las reivindicaciones nacionales de Eslovenia y compañía.
Tal vez habríamos comprendido que la adopción de una estrategia pura de interés personal económico produce consecuencias no deseadas, y no sólo la feliz mano invisible smithiana, sino también el fortalecimiento de nacionalistas estilo Milosevic.
Pero aquí y ahora (en Libia) ¿qué hacer? Protestar, sobre todo, por el sometimiento exagerado de la política internacional a los intereses económicos: donde estos intereses no existen, el problema de los derechos humanos no se plantea. Indignarnos por la cómoda excusa, la de los derechos humanos (que lamentablemente, aun cuando se la emplea de buena fe, sigue siendo un pretexto en la Realpolitik internacional), utilizada para bombardear un país –perdón, para salvaguardar una “zona de exclusión”– y no simplemente para bloquear, y en rigor incluso deponer, a un tirano.
Avergonzarnos por el espectáculo obsceno de la diplomacia internacional –el aterrador Sarkozy y el arribista Cameron; la OTAN invocada por quienes la forman pero no la dirigen, porque quien la dirige tiene miedo de los efectos que provocaría la bandera; la nuestra, incalificable, cruza de profesor de esquí y cantante de crucero; la formación de la santa alianza anti-BRIC (Brasil, Rusia, China, India) y, como recordaba Paolo Ferrero, incluso la inserción de un verdadero y auténtico campeón de la democracia, Qatar, en el grupo de los cruzados.
En resumidas cuentas: ¿No sería hora de dejar de usar a Naciones Unidas como pantalla? ¿Qué legitimidad puede derivar de la ONU, hoy? De un acuerdo aprobado en 1945, que asigna explícitamente a las potencias vencedoras de una guerra mundial el deber de mantener la paz, y que como tal nunca funcionó (la paz fue asegurada por el régimen de terror frío dirigido por las dos superpotencias, y cuando éste acabó, la ONU terminó autorizando guerras que no podían contar con el consenso de la parte derrotada, la Rusia post-soviética).
El Consejo de Seguridad es un órgano no democrático y, lisa y llanamente, vetusto. Una Europa iluminada debería preocuparse sobre todo por rediscutir los organismos de cooperación internacional con los países BRIC. Entonces sí, podremos preguntarnos legítimamente qué hacer con Libia y su régimen. No tener una guerra mundial y sus vencedores sobre las espaldas puede ser una debilidad, pero también una fuerza, si se aprovecha para crear una institución que realmente sea supranacional, que pueda velar (un poco más) por el interés general.
En cualquier caso, la cuestión es urgente. Las tecnologías envejecen, como enseña Fukushima. Todo nuestro mundo es demasiado viejo: es viejo el FMI, es vieja Europa, es vieja la ONU. Y, en la próxima crisis, los BRIC no se quedarán mirando.
Gianni Vattimo
(c) MicroMega y Clarin, 2011. Traduccion de Cristina Sardoy.
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