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martedì 12 marzo 2013

La vitalidad del chavismo

por Gianni Vattimo

Traducción de Cristina Sardoy, El Clarín


“Il n’est pas tombé, il est mort!” Esta frase, atribuida tradicionalmente –creo- a Jean-Antoine Carrel, uno de los primeros escaladores del Monte Cervino, me viene a la mente con una conmoción que hasta a mí me resulta nueva –pienso en la desaparición de Hugo Chávez. Tampoco él cayó, resistió con firmeza hasta la muerte, haciendo de su resistencia a la enfermedad un emblema de su lucha política por el ideal de una América Latina “bolivariana”. Para mí, como para muchos otros occidentales con mi formación, Chávez tenía todas las cualidades para ser mirado con desconfianza: militar, “golpista” al menos en los inicios de su aventura política, populista, “caudillo”, etcétera, etcétera.

martedì 5 aprile 2011

Libia o un viejo mundo en guerra

Libia o un viejo mundo en guerra

“¿No sería hora de dejar de usar a la ONU como pantalla? ¿Qué legitimidad puede derivar de ella hoy?”, se pregunta el filósofo italiano, para quien la crisis de Libia exhibe el sometimiento de la política a la economía.

Escribir algo sensato sobre la guerra en Libia es difícil. Y es difícil escribir algo sensato en general sobre guerras como ésta, ahora más que nunca. Se podía quizás en vísperas de las primeras intervenciones militares posteriores a la Guerra Fría, Irak, etcétera. Pero ahora, con la carga de esas experiencias, no podemos hacer otra cosa que leer y releer el artículo de Massimo Fini, publicado por el Fatto Quotidiano (ilfattoquotidiano.it) y retomado por MicroMega, y estar sustancialmente de acuerdo con él.

Estamos en guerra, con la bendición (justamente...) de la ONU, del presidente napolitano y de todos los intervencionistas humanitarios. Y a toda velocidad, con una facilidad desarmante (la guerra se apodera también del vocabulario) nos deslizamos en ella sin darnos cuenta. A tal punto que, pensándolo bien, los resultados reales que obtendremos son los señalados por Fini: crearemos un precedente sin precedentes, justamente, el de una intervención dentro del ámbito reservado de un Estado que no invadió a ningún vecino, pero cuyo poder central se rebela contra la rebelión de una parte del país que nunca asimiló la unidad. Reavivaremos el terrorismo, feliz con la evolución de la crisis, legitimando por otra parte cualquier venganza libia. Protegeremos nuestros intereses, haciéndonos como de costumbre portadores de un ideal de democracia que es tal, precisamente, porque nos queda cómodo, es más, nos permite hacer lo que se nos da la gana cómodamente.

Intervenimos con fines humanitarios, contentos de no haber sido cuestionados por Egipto –actuar contra Mubarak habría sido francamente demasiado, para Estados Unidos y los numerosos proveedores del tirano– pero conscientes de la imposibilidad de ver pasar los cadáveres sobre las orillas –las playas– libias. Si el pueblo se arregla solo, exultamos. De lo contrario, intervenimos. Imponiendo en los dos casos –porque siempre es posible después lamentarnos del peligro del extremismo islámico– la norma democrática occidental como regla del “ Brave New World ”.

El problema principal, como ocurre siempre en estos casos, es que habrá que esperar para saber qué deberíamos haber hecho. Tendríamos que haber aplaudido cuando Vietnam invadió la Camboya de Pol Pot, y en cambio, en esos tiempos, nos escandalizamos por la primera guerra entre dos países comunistas.

Tendríamos que haber detenido la masacre en Ruanda, y seguramente tendríamos que haber intervenido para frenar la guerra en Yugoslavia. Pero habríamos podido (debido) actuar antes, no después: tendríamos que haber discutido públicamente, como Europa, en vez de limitarnos a observar atónitos, el inmediato reconocimiento por parte de Alemania y los países europeos, de las reivindicaciones nacionales de Eslovenia y compañía.

Tal vez habríamos comprendido que la adopción de una estrategia pura de interés personal económico produce consecuencias no deseadas, y no sólo la feliz mano invisible smithiana, sino también el fortalecimiento de nacionalistas estilo Milosevic.

Pero aquí y ahora (en Libia) ¿qué hacer? Protestar, sobre todo, por el sometimiento exagerado de la política internacional a los intereses económicos: donde estos intereses no existen, el problema de los derechos humanos no se plantea. Indignarnos por la cómoda excusa, la de los derechos humanos (que lamentablemente, aun cuando se la emplea de buena fe, sigue siendo un pretexto en la Realpolitik internacional), utilizada para bombardear un país –perdón, para salvaguardar una “zona de exclusión”– y no simplemente para bloquear, y en rigor incluso deponer, a un tirano.

Avergonzarnos por el espectáculo obsceno de la diplomacia internacional –el aterrador Sarkozy y el arribista Cameron; la OTAN invocada por quienes la forman pero no la dirigen, porque quien la dirige tiene miedo de los efectos que provocaría la bandera; la nuestra, incalificable, cruza de profesor de esquí y cantante de crucero; la formación de la santa alianza anti-BRIC (Brasil, Rusia, China, India) y, como recordaba Paolo Ferrero, incluso la inserción de un verdadero y auténtico campeón de la democracia, Qatar, en el grupo de los cruzados.

En resumidas cuentas: ¿No sería hora de dejar de usar a Naciones Unidas como pantalla? ¿Qué legitimidad puede derivar de la ONU, hoy? De un acuerdo aprobado en 1945, que asigna explícitamente a las potencias vencedoras de una guerra mundial el deber de mantener la paz, y que como tal nunca funcionó (la paz fue asegurada por el régimen de terror frío dirigido por las dos superpotencias, y cuando éste acabó, la ONU terminó autorizando guerras que no podían contar con el consenso de la parte derrotada, la Rusia post-soviética).

El Consejo de Seguridad es un órgano no democrático y, lisa y llanamente, vetusto. Una Europa iluminada debería preocuparse sobre todo por rediscutir los organismos de cooperación internacional con los países BRIC. Entonces sí, podremos preguntarnos legítimamente qué hacer con Libia y su régimen. No tener una guerra mundial y sus vencedores sobre las espaldas puede ser una debilidad, pero también una fuerza, si se aprovecha para crear una institución que realmente sea supranacional, que pueda velar (un poco más) por el interés general.

En cualquier caso, la cuestión es urgente. Las tecnologías envejecen, como enseña Fukushima. Todo nuestro mundo es demasiado viejo: es viejo el FMI, es vieja Europa, es vieja la ONU. Y, en la próxima crisis, los BRIC no se quedarán mirando.

Gianni Vattimo

(c) MicroMega y Clarin, 2011. Traduccion de Cristina Sardoy.

domenica 8 novembre 2009

Los ateos tienen también su dios

Los ateos tienen también su dios
El filósofo italiano Gianni Vattimo se pregunta los porqué del creciente interés por demostrar que Dios no existe.
Por: Gianni Vattimo. Filósofo.
¿Por qué tanto interés en demostrar que Dios no existe? Es una pregunta que, ciertamente, gente como Hitchens refutaría, o al menos zanjaría de inmediato, diciendo que la verdad merece ser conocida más allá o más acá de cualquier interés. Sin embargo, eso de por sí torna sospechoso su enfoque. Como enseñó Nietzsche, quien habla de la verdad como un valor supremo muestra que todavía cree en un dios último. Pero entonces, si no puede, y no debería, invocar el amor por la verdad, ¿por qué a Hitchens le preocupa tanto la demostración de la no existencia de Dios? Sobre todo, teniendo en cuenta que, como observan muchos semi-creyentes, si Dios existe, la verdad es que hace sentir muy discretamente su presencia. Podemos aventurar una hipótesis, que vale no sólo para Hitchens sino para todos los numerosos ateos militantes que comparten su mismo programa. Quieren demostrar que Dios no existe porque "perturba", o mejor: porque constituye un límite para nuestra libertad. De ahí que tenga sentido oponer a Nietzsche al ateísmo racionalista de Hitchens y otros semejantes. ¿Someterse a la verdad es realmente mejor, para nuestra libertad, que someterse a Dios? Si tomamos, por ejemplo, el iusnaturalismo en la ética y la filosofía del derecho, someterse a la ley (derechos y deberes) "natural" ¿es realmente mejor que someterse a Dios?

Los ateos racionalistas deberían ser más coherentes. Tendrían que adoptar el lema que servía de título a un texto anárquico de hace un tiempo, de Hans Peter Duerr (si no me equivoco): Ni dieu ni mètre –ni dios ni metro–. Ni dios ni orden racional del mundo que deban ser respetados; o también: ni dios ni verdad científica asumida como base para una conducta racional. En suma: el orden objetivo que la "razón" descubriría en la realidad, y que estaría al alcance de la razón de "todos", es tan poco liberador, y peor quizá, que el dios de la tradición. Naturalmente, el dios cuya no existencia se demuestra según Hitchens es el dios de nuestra tradición –una entidad personal que habría creado al mundo y al hombre y con la cual el hombre puede ponerse en comunicación para conocer su voluntad, sus propósitos, su eventual plan de salvación–. ¿Podemos decir el dios cristiano? Si es así, y creo que es así, considerar a este dios como un obstáculo a la libertad y a la responsabilidad del hombre tiene poco sentido; o por lo menos, se funda en un error, pues de quien nos quieren liberar es del dios-poder que quiere imponernos su autoridad a través de todo tipo de exigencias y prohibiciones. En esto, puedo estar más de acuerdo con Hitchens que un creyente.

Para los creyentes, al contrario, justamente para salvar la propia fe, sobre todo en este momento de la historia en que el multiculturalismo nos ha hecho conocer tantas experiencias religiosas distintas, es decisivo separar a dios de toda disciplina clerical, de toda pretensión de poder de imposición sobre la libre elección del hombre. Desde el punto de vista del interés por la libertad, en cambio, se debería reconocer que la idea de un dios personal que nos comunica su voluntad y sus propósitos es mucho más aceptable que la de un orden objetivo que, ciertamente, como en Spinoza, nos invita a "no llorar ni gozar, sino solo entender" la necesidad lógica de todo. No precisamente un gran avance para la libertad que se intentaba salvar.

Es cierto que de este dios tenemos noticias sólo a través de textos mitológicos, nunca lo descubrimos en una experiencia sensible o mediante un procedimiento científico ordenado. No es un "fenómeno", diría Kant; o, como escribe en cambio más claramente Bonhoeffer, "un dios que está (como una cosa, un objeto de posible experiencia) no está". Y sin embargo, todos tenemos el sentimiento, sí, como una impresión de fondo de la que no podemos liberarnos, de que nuestra existencia fue hecha posible, en sus aspectos afectivos, de evaluación, de elecciones morales, solo por esa herencia mitológica, en cuyo interior, por otra parte, maduró también la mentalidad científica de la que Hitchens quiere ser defensor.

El dios cuya no existencia es demostrada (sin turbarnos en absoluto) por Hitchens es el que, por el contrario, pareció tan a menudo demostrable (de San Anselmo a Descartes) a los filósofos; si ese dios existiera, adiós libertad, estamos de acuerdo. Pero es justamente el "dios de los filósofos", al que ya Pascal consideraba poco creíble. Las iglesias, y en primer lugar la Iglesia católica, pensaron que debían predicar al dios de Jesucristo como si fuera ese dios "demostrable"; y cometieron ese error por puros motivos de poder –el Dios que la razón "demuestra" parece portador de una autoridad más absoluta y universal (pensemos en cómo la Iglesia insiste en el hecho de que "por naturaleza", el matrimonio "naturalmente" heterosexual es indisoluble, y así puede prohibir el divorcio también a los no creyentes. Y así sucesivamente). El dios en el cual siguen creyendo los creyentes no tiene nada que ver con el dios, inexistente, de Hitchens. Su libro puede, en cambio, ayudar a todos a liquidar la siempre resurgente tentación de identificar la palabra divina con alguna autoridad despótica, llámese la iglesia o la "ciencia".

Traducción de Cristina Sardoy. © Gianni Vattimo para Clarin, 2009.