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mercoledì 20 marzo 2013

Macchè giornata della felicità!


Intervista a Gianni Vattimo di Antonietta Demurtas

Chiedimi se sono felice. Il 20 marzo sono in molti quelli che pongono l'invito, visto che l'Onu ha deciso di promuovere e ricordare la felicità come nuova priorità globale. Anche se per qualcuno le priorità sono altre. Come il filosofo Gianni Vattimo, che davanti all'istituzione della prima giornata mondiale della felicità è scoppiato in una fragorosa risata.

  
Forse allora i 193 stati membri dovevano adottare una risoluzione per chiedere l'ilarità?
Sarebbe il caso che l'Onu si occupasse di cose più serie, invece non perde occasione per dimostrare la sua vacuità. E infatti oggi basta pronunciare la parola Nazioni Unite che a tutti scappa da ridere.

Un'altra mission impossible del palazzo di Vetro, quella di promuovere la felicità?
Guardi avrei condiviso di più se avessero istituito una giornata mondiale per la giustizia sociale o per l'acqua potabile per tutti.

martedì 5 aprile 2011

Libia o un viejo mundo en guerra

Libia o un viejo mundo en guerra

“¿No sería hora de dejar de usar a la ONU como pantalla? ¿Qué legitimidad puede derivar de ella hoy?”, se pregunta el filósofo italiano, para quien la crisis de Libia exhibe el sometimiento de la política a la economía.

Escribir algo sensato sobre la guerra en Libia es difícil. Y es difícil escribir algo sensato en general sobre guerras como ésta, ahora más que nunca. Se podía quizás en vísperas de las primeras intervenciones militares posteriores a la Guerra Fría, Irak, etcétera. Pero ahora, con la carga de esas experiencias, no podemos hacer otra cosa que leer y releer el artículo de Massimo Fini, publicado por el Fatto Quotidiano (ilfattoquotidiano.it) y retomado por MicroMega, y estar sustancialmente de acuerdo con él.

Estamos en guerra, con la bendición (justamente...) de la ONU, del presidente napolitano y de todos los intervencionistas humanitarios. Y a toda velocidad, con una facilidad desarmante (la guerra se apodera también del vocabulario) nos deslizamos en ella sin darnos cuenta. A tal punto que, pensándolo bien, los resultados reales que obtendremos son los señalados por Fini: crearemos un precedente sin precedentes, justamente, el de una intervención dentro del ámbito reservado de un Estado que no invadió a ningún vecino, pero cuyo poder central se rebela contra la rebelión de una parte del país que nunca asimiló la unidad. Reavivaremos el terrorismo, feliz con la evolución de la crisis, legitimando por otra parte cualquier venganza libia. Protegeremos nuestros intereses, haciéndonos como de costumbre portadores de un ideal de democracia que es tal, precisamente, porque nos queda cómodo, es más, nos permite hacer lo que se nos da la gana cómodamente.

Intervenimos con fines humanitarios, contentos de no haber sido cuestionados por Egipto –actuar contra Mubarak habría sido francamente demasiado, para Estados Unidos y los numerosos proveedores del tirano– pero conscientes de la imposibilidad de ver pasar los cadáveres sobre las orillas –las playas– libias. Si el pueblo se arregla solo, exultamos. De lo contrario, intervenimos. Imponiendo en los dos casos –porque siempre es posible después lamentarnos del peligro del extremismo islámico– la norma democrática occidental como regla del “ Brave New World ”.

El problema principal, como ocurre siempre en estos casos, es que habrá que esperar para saber qué deberíamos haber hecho. Tendríamos que haber aplaudido cuando Vietnam invadió la Camboya de Pol Pot, y en cambio, en esos tiempos, nos escandalizamos por la primera guerra entre dos países comunistas.

Tendríamos que haber detenido la masacre en Ruanda, y seguramente tendríamos que haber intervenido para frenar la guerra en Yugoslavia. Pero habríamos podido (debido) actuar antes, no después: tendríamos que haber discutido públicamente, como Europa, en vez de limitarnos a observar atónitos, el inmediato reconocimiento por parte de Alemania y los países europeos, de las reivindicaciones nacionales de Eslovenia y compañía.

Tal vez habríamos comprendido que la adopción de una estrategia pura de interés personal económico produce consecuencias no deseadas, y no sólo la feliz mano invisible smithiana, sino también el fortalecimiento de nacionalistas estilo Milosevic.

Pero aquí y ahora (en Libia) ¿qué hacer? Protestar, sobre todo, por el sometimiento exagerado de la política internacional a los intereses económicos: donde estos intereses no existen, el problema de los derechos humanos no se plantea. Indignarnos por la cómoda excusa, la de los derechos humanos (que lamentablemente, aun cuando se la emplea de buena fe, sigue siendo un pretexto en la Realpolitik internacional), utilizada para bombardear un país –perdón, para salvaguardar una “zona de exclusión”– y no simplemente para bloquear, y en rigor incluso deponer, a un tirano.

Avergonzarnos por el espectáculo obsceno de la diplomacia internacional –el aterrador Sarkozy y el arribista Cameron; la OTAN invocada por quienes la forman pero no la dirigen, porque quien la dirige tiene miedo de los efectos que provocaría la bandera; la nuestra, incalificable, cruza de profesor de esquí y cantante de crucero; la formación de la santa alianza anti-BRIC (Brasil, Rusia, China, India) y, como recordaba Paolo Ferrero, incluso la inserción de un verdadero y auténtico campeón de la democracia, Qatar, en el grupo de los cruzados.

En resumidas cuentas: ¿No sería hora de dejar de usar a Naciones Unidas como pantalla? ¿Qué legitimidad puede derivar de la ONU, hoy? De un acuerdo aprobado en 1945, que asigna explícitamente a las potencias vencedoras de una guerra mundial el deber de mantener la paz, y que como tal nunca funcionó (la paz fue asegurada por el régimen de terror frío dirigido por las dos superpotencias, y cuando éste acabó, la ONU terminó autorizando guerras que no podían contar con el consenso de la parte derrotada, la Rusia post-soviética).

El Consejo de Seguridad es un órgano no democrático y, lisa y llanamente, vetusto. Una Europa iluminada debería preocuparse sobre todo por rediscutir los organismos de cooperación internacional con los países BRIC. Entonces sí, podremos preguntarnos legítimamente qué hacer con Libia y su régimen. No tener una guerra mundial y sus vencedores sobre las espaldas puede ser una debilidad, pero también una fuerza, si se aprovecha para crear una institución que realmente sea supranacional, que pueda velar (un poco más) por el interés general.

En cualquier caso, la cuestión es urgente. Las tecnologías envejecen, como enseña Fukushima. Todo nuestro mundo es demasiado viejo: es viejo el FMI, es vieja Europa, es vieja la ONU. Y, en la próxima crisis, los BRIC no se quedarán mirando.

Gianni Vattimo

(c) MicroMega y Clarin, 2011. Traduccion de Cristina Sardoy.

domenica 27 marzo 2011

Un mondo vecchio in guerra


Articolo postato sul mio blog de Il Fatto quotidiano.

Un mondo vecchio in guerra

Scrivere qualcosa di sensato sulla guerra in Libia è difficile. Ed è difficile scrivere qualcosa di sensato in generale su guerre come questa, ora più che mai. Lo si poteva forse fare alla vigilia dei primi interventi militari post-guerra fredda, Iraq e seguenti. Ma ora, appesantiti da queste esperienze, non possiamo che leggere e rileggere l’articolo di Massimo Fini, pubblicato dal Fatto Quotidiano e ripreso da MicroMega, e trovarci sostanzialmente d’accordo con lui.

Siamo in guerra, con buona pace (appunto…) dell’Onu, del presidente Napolitano e di tutti gli interventisti umanitari. E lo siamo in tutta rapidità, con una facilità disarmante (la guerra s’impadronisce anche del lessico), ci siamo scivolati dentro senza accorgercene. Tanto che, a ben guardare, i veri risultati che otterremo sono proprio quelli indicati da Fini: creeremo un precedente senza precedenti, appunto, quello di un intervento nel dominio riservato di uno stato che non ha invaso alcun vicino, ma il cui potere centrale si ribella alla ribellione di una parte del paese che non ha mai digerito l’unità. Ravviveremo il terrorismo, ben felice dell’evoluzione della crisi, legittimando per altro qualsiasi ritorsione libica. Proteggeremo i nostri interessi, facendoci come al solito portatori di un’ideale di democrazia che è tale proprio perché ci fa comodo, anzi ci permette di fare i nostri comodi.

Interveniamo per fini umanitari, contenti di non essere stati chiamati in causa per l’Egitto – agire contro Mubarak sarebbe stato francamente troppo, per gli Stati Uniti e i tanti foraggiatori del tiranno – ma consapevoli dell’impossibilità di veder passare i cadaveri sulle rive – sulle spiagge – libiche. Se il popolo ce la fa da solo, esultiamo. Altrimenti, interveniamo. Imponendo, in entrambi i casi – perché è sempre possibile, dopo, lamentarsi del pericolo dell’estremismo islamico –, lo standard democratico occidentale come regola del brave new world.

Il problema principale, come sempre in questi casi, è che bisognerà attendere per sapere che cosa avremmo dovuto fare. Avremmo dovuto applaudire l’invasione della Cambogia polpottiana da parte del Viet Nam, e invece, ai tempi, ci scandalizzammo per la prima guerra tra due paesi comunisti. Avremmo dovuto fermare il massacro in Rwanda, e sicuramente avremmo dovuto intervenire per fermare la guerra in Jugoslavia. Ma avremmo potuto (dovuto) agire prima, non dopo: avremmo dovuto discutere pubblicamente, come Europa, anziché limitarci a osservare attoniti, l’immediato riconoscimento, da parte della Germania e dei paesi europei, delle rivendicazioni nazionali di Slovenia e compagni. Avremmo forse capito che l’adozione di una strategia pura di economic self-interest produce conseguenze non desiderate, e non solo la felice mano invisibile smithiana, ma anche l’irrobustimento di nazionalisti alla Milosevic.

Ma ora e qui (in Libia), che fare? Protestare, innanzitutto, per lo smaccato asservimento della politica internazionale agli interessi economici: laddove questi interessi non esistono, il problema dei diritti umani non si pone. Indignarsi per il comodo pretesto, quello dei diritti umani (che purtroppo, anche quando lo si impiega in buona fede, resta un pretesto nella realpolitik internazionale), utilizzato per bombardare un paese – pardon, per salvaguardare una “no-fly zone” – e non semplicemente per bloccare, e al limite persino deporre, un tiranno. Vergognarsi per l’osceno spettacolo della diplomazia internazionale – il terrificante Sarkozy e l’arrivista Cameron; la Nato invocata da chi ne fa parte ma non la comanda, perché chi la comanda ha paura degli effetti che il vessillo provocherebbe; la nostra, inqualificabile, accoppiata tra maestro di sci e cantante da crociera; la formazione della santa alleanza anti-Bric (Brasile, Russia, Cina, India) e, come ricordava Paolo Ferrero, persino l’inserimento di un vero e proprio campione della democrazia, il Qatar, nel gruppo dei crociati.

A dirla tutta: non sarebbe ora di smetterla di usare le Nazioni Unite come paravento? Quale legittimità può ormai derivare all’Onu, oggi, da un accordo approvato nel 1945, che assegna esplicitamente alle potenze vincitrici di una guerra mondiale il compito di mantenere la pace, e che come tale non ha mai funzionato (la pace fu assicurata dal regime di terrore freddo retto dalle due superpotenze, e quando questo venne meno, l’Onu finì per autorizzare guerre che non potevano contare sul consenso della parte sconfitta, la Russia post-sovietica). Il Consiglio di Sicurezza è un organo non democratico e, più semplicemente, vetusto. Un’Europa illuminata dovrebbe preoccuparsi innanzitutto di ridiscutere gli organismi di cooperazione internazionale con i paesi Bric. Allora sì, potremo chiederci legittimamente cosa fare con la Libia e il suo regime. Non avere una guerra mondiale e i suoi vincitori alle spalle può essere una debolezza, ma anche una forza, se sfruttata per creare un’istituzione che sia realmente sovranazionale, che possa guardare (un po’ più) all’interesse generale. In ogni caso, la questione si pone con urgenza. Le tecnologie invecchiano, come Fukushima insegna. Tutto il nostro mondo è troppo vecchio: è vecchio l’Fmi, è vecchia l’Europa, è vecchia l’Onu. E, alla prossima crisi, i Bric non staranno a guardare.