sabato 3 ottobre 2009

“Matar y morir en nombre de la Verdad”


“Matar y morir en nombre de la Verdad”

El filósofo italiano abrió el ciclo sobre Ética presentado por NOTICIAS y organizado por el Ministerio de Cultura porteño. Su única conferencia en Buenos Aires.


"Ética de la Interpretación” fue el título de un libro que publiqué hace 20 años. Estaba basado en una discusión que era muy actual en ese momento y que sigue siendo bastante actual. Karl-Otto Apel y Jurgen Habermas hablaban de una “ética de la comunicación”, que era una fundamentación de tipo neokantiano de la ética. Cuando tú hablas, incluso si hablas una lengua artificial que tú mismo has inventado, tienes que respetar las reglas de esta lengua, tienes que darles a los términos el mismo sentido que les diste la primera vez. Es decir que hay una fuerza normativa de la lengua que se impone a ti. ¿Esto tiene que ver con la ética? Sí. ¿Por qué tienes que respetar las reglas de tu lenguaje o del lenguaje en general? Porque siempre el lenguaje es una toma de responsabilidad frente a otros.
Esta parecía una de las manera de fundamentar la ética sobre el respeto hacia los otros, pero a través de una suerte de “estructura trascendental”, como diría Kant. Todo se fundaba sobre la idea de que no puede haber en tu lenguaje una contradicción performativa. No puedes no respetar algunas estructuras porque si no, no puedes ni siquiera pensar.
Yo he sido uno de los primeros introductores de Karl-Otto Apel en Italia, en los años ´70. Apel era un señor un poco mayor que Habermas y del cual Habermas aprendió bastante. Apel, sin embargo, es menos famoso porque Habermas tiene más dimensiones político-culturales y Apel es más un teórico.
Esta estructura que llamo “kantiana” y que sostiene que hay en tu razón misma un imperativo que tienes que respetar, si no quieres devenir irracional, a mí me parecía insuficiente. ¿Por qué? Porque desconfiaba de lo que había aprendido a llamar “metafísica” y que sostiene que el Ser es algo dado, con su estructura propia y que ese algo dado debe ser reconocido como tal. Heidegger y Nietzche me habían enseñado a desconfiar de esto porque significaba aplicar un principio de autoridad: frente a un principio, debes callarte, permanecer con la boca abierta y decir “ah”, admirar, aceptar. Sobre la base de mis lecturas de Heidegger, de Nietzche, incluso de Lévinas, creo que esta es la única definición posible de violencia en filosofía.
Residuos metafísicos de las éticas colectivas. Siempre desconfiamos de la violencia. ¿Pero, en realidad, qué es? Un martillazo sobre mi dedo es violencia. Pero si voy al dentista, y este me previene que me va a hacer doler un poco, esta es una violencia que no me parece violencia, porque me ha explicado lo que iba a hacer y por qué era necesario hacerlo. Si desarrollamos un poco más esta observación, podemos decir que la violencia es sólo el hecho de que no se respete tu libertad. Tú no quieres un martillazo en los dedos, pero sí quieres que te saquen un diente que te duele.
Conocí en Turín a un hombre que tuvo un accidente como consecuencia del cual sufrió una parálisis total. Pasó 18 años en su cama pidiéndole a su mujer que lo ayudara a morir. Pero su mujer no podía hacerlo porque había una ética, ética que inspiraba la ley. Cuando tú ayudas a alguien que no tolera más la vida a morir, te transformas en cómplice de un homicidio. ¿Por qué este hecho es un homicidio? Porque se piensa que el hecho de matar a alguien es violencia. Pero el acto de matar ha sido recomendado por la Iglesia misma, por ejemplo, en las Cruzadas, cuando se pensaba que existía el peligro de que los musulmanes amenazaran nuestra civilización cristiana. Pascal mismo decía que la ley humana es contradictoria, absurda: si matas a alguien en una orilla del río, eres un asesino; pero si lo matas en la otra orilla, eres un héroe.
Entonces, la idea de fundar una ética sobre estructuras metafísicas, sobre esencias sólidas como columnas de Hércules que serían el principio evidente frente al cual no puede haber más discusión, es lo que hace ya 20 años me inspiraba la polémica sobre el neokantismo habermasiano. No era tan estúpido como para sospechar de la honestidad de Habermas ni de la aceptabilidad de sus ideas políticas. Por el contrario, estoy de acuerdo políticamente en casi todo con él.
Pero, recientemente, discutiendo el problema de la bioética, de la manipulación genética, Habermas volvió a hablar de la ética fundada en la “naturaleza humana”. Esta fue una posición muy bienvenida por el Vaticano, por el señor Ratzinger, que aparentemente había conocido a Habermas antes de convertirse en papa. Todo esto me confirma en una cierta sospecha sobre los residuos metafísicos que subsisten todavía en nuestras éticas colectivas. Se cree que si no existe un punto frente al cual ya no se puede dudar, no se puede seguir debatiendo, no hay ética. Pero si miramos hacia el pasado de nuestra civilización, que siempre ha sido una civilización metafísica, es decir, creyente en una verdad absoluta aunque esta no fuera una verdad revelada por Dios, por ejemplo, la verdad de la Razón, comprobamos que nuestra historia ha sido una historia de sangre, de guerras, de matanzas. ¿Por qué reprocharle a un hermeneuta, a un teórico de la interpretación, el peligro de una ética sin principios cuando la experiencia histórica de nuestra civilización siempre ha sido la historia de gente que se mataba en nombre de los principios últimos, en nombre de la Verdad. Cuando la Iglesia de la Edad Media y del Renacimiento quemaba a los herejes, lo hacía por el bien de la Iglesia y por el bien de la Verdad. Se trataba de defender la Verdad, incluso al precio de la vida. Lo que me escandaliza es que se hiciera esto en nombre de la Verdad, de los principios.
Incluso las guerras recientes se hacen para reivindicar los derechos de un grupo social determinado. Se bombardea Irak porque se trata de afirmar su derecho a la democracia. Creo que se puede ayudar a los iraquíes a rebelarse contra un dictador, pero cuando lo pidan, cuando comiencen a hacerlo ellos mismos. No se puede decir “nosotros sabemos lo que es bueno para ustedes” y a continuación comenzar a tirar bombas.
Principios y príncipes. La ética metafísica está fundada sobre principios, y siempre que hay principios, hay príncipes, hay una categoría de señores que conocen mejor, que tienen autoridad, hay una estructura jerárquica de la sociedad en cuyo vértice superior está el filósofo, el rey, Platón mismo, etcétera. Podemos dejar de lado esta polémica antiprincipista, antiprincipesca, antimonárquica, pero lo cierto es que una ética de los principios es siempre una ética autoritaria que supone, por lo menos, una autoridad absoluta de la Razón. En nombre de ella se dice, por ejemplo, “tomar drogas no es razonable, por lo tanto, tengo el poder de atarte e impedirte por tu bien tomar drogas”. Hace años hubo en Italia un caso de un chico que se murió de una crisis de abstinencia en un chiquero porque había sido atado y encerrado allí para ayudarlo a liberarse. Lo escandaloso es que, en el proceso que se llevó a cabo después, el responsable fue absuelto porque había atado al chico “por su bien” y el chico, obviamente, no tenía razón. Si yo razonara de la misma manera, tendría que pensar que mis conciudadanos que le dan la mayoría a Berlusconi son locos, porque votar a Berlusconi no es razonable. Sin embargo, lo hacen y como yo soy un demócrata, aunque sea con un poco de resistencia, debo aceptar el resultado de las elecciones.
Una ética metafísica es una ética que pretende fundarse sobre estructuras dadas, frente a las cuales sólo se trata de aceptar, de actuar. Cuando la ley se identifica demasiado con lo que “es”, es una ley autoritaria y, fundamentalmente, clasista, porque lo que “es” es lo que está establecido por el poder, la riqueza, los poderosos. Walter Benjamin tiene un pequeño ensayo que se llama “Tesis sobre la filosofía de la Historia”. Allí dice que los que creen en una racionalidad de la Historia son los vencedores, porque los que pierden nunca pueden pensar que hay una racionalidad en el hecho de ser perdedores. No se puede pensar que hay una racionalidad en el hecho de ser pobre, enfermo, contrahecho y solitario.
El ser y la libertad. Esto es interesante para comprender qué es la metafísica y por qué los heideggerianos hermenéuticos estamos en contra de ella. Heidegger comenzó su polémica antimetafísica con “Ser y tiempo”, en 1927. Este libro es la conclusión de un primer período de su formación en el que compartía con los existencialistas y los vanguardistas la rebelión contra un mundo dominado por un positivismo cientificista. Criticó la noción de Ser como objetividad. Pensaba que el Ser no podía ser descripto adecuadamente como un objeto, porque esto fundaba una sociedad que no era libre, que no era proyectual. Si el Ser verdadero es lo que “está” y puede ser descripto matemáticamente, organizado mecánicamente, etcétera, dónde está mi libertad. Según este concepto del Ser, yo mismo no soy, porque yo soy siempre proyecto, esperanza, pasado, arrepentimiento, futuro: libertad. A esto nos lleva una ética fundada sobre la descripción de esencias.
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Esta era la razón de la antimetafísica de Heidegger. Cuando alguien me dice “sé un hombre” es porque quiere enviarme a una guerra. Esta concepción autoritaria esencialista implica que el otro sabe mejor que yo lo que tengo que hacer para ser yo mismo.
Una ética sin metafísica. En vez de una ética fundada sobre la metafísica, la interpretación propone la tesis de Nietzche según la cual no hay hechos, sólo interpretaciones. Decirme que el hombre es, necesariamente, quien hace la guerra no es un hecho, es una interpretación de un hecho.
Siguiendo con lo que Paul Ricoeur había llamado “la escuela de la sospecha”, que es una expresión de Nietzche, nosotros sospechamos de lo que nos dicen y nos preguntamos quién lo dice. La escuela de la sospecha, obviamente, ha sido preparada por Freud, por Marx, por Nietzche mismo. Así hemos aprendido que cuando miramos “lo dado”, nuestra mirada está condicionada porque vemos a través de los ojos y si cerramos los ojos para no ver las cosas desde un punto de vista personal, no vemos más nada. La atención que le prestamos al mundo es una atención “interesada”. Este es uno de los principios básicos de la hermenéutica: tú no conocerías nada del mundo si no estuvieras interesado en algunos aspectos de él. Si preguntamos qué hay dentro de este Salón Dorado, nosotros podríamos decir que hay personas, pero un químico tal vez hablaría de cuánto oxígeno hay en este lugar y un electricista se fijaría en la cantidad de lámparas porque sus intereses son distintos. El mundo se conoce solamente a partir de un interés. Por eso, el conocimiento siempre es interpretación. La interpretación supone que nunca se describe sencillamente una situación, sino que se reacciona ante ella y se la presenta desde un determinado punto de vista propio. La interpretación no crea la realidad, pero la ordena, la representa. Cuando hablamos de algo, hablamos siempre de una realidad interpretada por alguien.
Contra el universalismo. El prejuicio metafísico es que una ética debe fundarse sobre un principio universal: “Tú no lo comprendes, pero yo llego con mis cazabombarderos, con mi F14 porque sé que universalmente tu derecho es ser un ciudadano que puede votar”. Bueno, en todo caso puedo decidir yo cuándo quiero ejercer mi derecho electoral. En nombre del universalismo se hacen este tipo de cosas.
Obviamente, hablo también como cristiano que se enfrenta a la historia de su Iglesia. Los cristianos latinoamericanos que saben muy bien qué pasó con los conquistadores que llegaban acompañados por los misioneros. Toda la historia del cristianismo, desde San Agustín en adelante, no está hecha de conversiones individuales. No es que el centurión romano descubre la figura de Jesús y se convierte. Esta historia está hecha de soberanos que se convierten y obligan a sus súbditos a convertirse. Esto es el universalismo, por eso, cuando escucho la palabra “universalismo”, como decía Goebbels en otro contexto, llevo mi mano a la pistola.
La ética de la interpretación no puede fundarse sobre principios universales. ¿Y entonces sobre qué se funda? La historia de la Verdad es la historia de la intersubjetividad, del consentimiento. Hegel mismo es de esta opinión. Una opinión deviene verdad en la medida en que es dialéctica. Esto no es un hecho abstracto, es un hecho de intersubjetividad. Por ejemplo, el experimento científico deviene verdad cuando es repetible. La intersubjetividad tiene vigencia incluso en las ciencias duras de la naturaleza. Para decirlo de una manera un poco provocadora, la repetibilidad del experimento científico es sólo un expediente retórico para persuadir a otros de que yo tengo razón. A través del experimento no es que se descubra algo, sino que se incluye lo que sucede en una regla de continuidad, de generalización que pasa a través del consentimiento de otros científicos.
También pensé en esto cuando estudié el problema del silogismo en Aristóteles. Él dice que el empírico sabe tratar mejor lo real que el epistémico, el científico. ¿Por qué? Porque este último olvida los particulares y no tiene éxito. ¿Por qué, entonces, es mejor la estructura epistémica, racional? Porque a través de ella se puede comunicar mejor. El silogismo mismo no es que permita descubrir algo, pero sí permite estructurar mejor, comprender mejor. Me interesa reivindicar la noción de Verdad como Verdad intersubjetiva, como Verdad que es universal en la medida en que es capaz de universalizarse, de ser aceptada. Resumo esto diciendo que en el siglo pasado y en nuestro siglo, la Verdad se transformó en Caridad, es decir, que supone el consenso. No es que estamos de acuerdo porque hemos logrado la Verdad, sino que, al contrario, decimos que tenemos la Verdad cuando hemos logrado consenso.
Esto cambia bastante las cosas en cuanto a la ética. La ética de la interpretación deviene un esfuerzo por obtener consenso sobre comportamientos, actitudes y valores de los otros, y no en decir que hemos encontrado un valor absoluto y obligar a los otros a creernos.
En la República de Platón, encontramos el famoso mito de la caverna. Platón era un gran filósofo, pero no un gran demócrata. Desde adentro de la caverna se ven solamente sombras. El que logra ver el mundo desde afuera, donde están los objetos “verdaderos” piensa: “Cuántas estupideces hemos tolerado, aquí están las cosas verdaderas”. Y, como es un buen hombre, se lo comunica a sus compañeros, pero los otros están bien como están, viendo sólo sombras. “Después de todo, –deben de haberle dicho– si siempre hemos votado a Berlusconi, por qué vamos a cambiar”. Él, que es un apasionado de la verdad insiste, grita, ofrece dinero para que lo sigan, hace manifiestos electorales y cuando los otros no quieren seguirlo, los toma de los pelos. De aquí el dicho que se atribuye a Aristóteles pero que no es de él: “Amigus Plato sed magis amica est veritas” (“Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad”). Por esta vía se puede llegar a quemar herejes.
El llamado de los otros. No es cierto que si no hay un valor fundamental, absoluto, no hay moralidad, no hay ética. Esta consiste en compartir un sistema de valores, de expectativas con otros. Los otros no son sólo los que están aquí, sino también los otros de otras culturas y con los cuales debo convivir: musulmanes, budistas, hindúes. La ética es una práctica de caridad. Lévinas pensaba que el otro merece respeto porque su cara está vuelta hacia Dios, pero esto implica siempre el riesgo de una ética metafísica. El otro no es respetado en tanto que otro, sino en tanto que está conectado con el gran Otro. No puedo reprocharle esto a Lévinas, pero creo que se debe respetar al otro no porque refleje la cara de Dios. ¿Por qué respetarlo entonces? Mi respuesta es: porque me gusta más. Sé que es poco, pero la caridad no se demuestra, se practica como respuesta a una gracia, a una Caris. La condición no metafísica del ser humano es una condición de “möglichkeit” que significa posibilidad. Pero en alemán el verbo “mögen” significa también “me gusta”. Heidegger hace este juego de palabras, no lo inventé yo. Creo que “möglichkeit” es la condición básica de la ética: tomar frente a lo que pasa una actitud receptivo-activa hacia la llamada de los otros. Si no hay principios metafísicos en el mundo, no hay otra cosa que la llamada de los otros. Liquidar la Verdad abre necesariamente la vía de la caridad. Lo único que me impide ser amistoso con los otros es ser fiel a algunos principios-base. Obviamente, puedo ser amistoso con los otros en la medida en que los otros me dejen existir. Se trata de abrir la casa a todos evitando que la destruyan, porque, si no, no sería posible recibir a otros pobres. El principio de la hospitalidad, de la amistad, implica una actitud de diálogo, una tratativa. Hay una idea de “philia” de amistad, que implica también un poco de amistad hacia mí mismo. Lo más difícil de aceptar es que haya alguien a quien quiero mucho y que no me quiere. Todas la historias de amores infelices de la literatura se refieren a amores no correspondidos. Esto significa aceptar la propia finitud, no ser el cavaliere Berlusconi. Hay muchas historias de putas relacionadas con él. Aparentemente las importa del sur de Italia e incluso del extranjero. Sin embargo, él dice: “Yo nunca le pagué a una mujer para hacer el amor”. Lo máximo es ser seductor, es ser querido por lo que él es. Querido Berlusconi, tú no eres Dios. Solamente a Dios se lo quiere por lo que es, el resto tenemos que aceptar nuestros límites. Esto incluye muchas reflexiones éticas.
No se trata de buscar una ética discutiendo cada día con los otros en la calle, sino de apropiarse de lo mejor de la tradición. La democracia moderna, por ejemplo, es una herencia de la modernidad de la que quiero apropiarme y practicarla. Esto significa también amar al prójimo. Si no hago esto, caigo en una suerte de autismo, de egotismo total que no me da ni siquiera gusto, porque no da gusto pagar putas, quiero ser amado por lo menos por una o dos.
La ética de la amistad podría parecer demasiado conformista: hago lo que los otros esperan de mí. Sin embargo, no es así, porque no es tan fácil hacer lo que mi tradición, mis amigos, mi sociedad, los que me quieren me piden.
No creo en el pecado original, pero creo que siempre hay en nosotros algo que se resiste y que, como político de extrema izquierda al que nadie toma en serio, creo que se basa sobre el reaseguro del dominio. La libido dominante de Berlusconi, por ejemplo, ya no es una libido física. Él tiene mi edad y por eso sé que, a esta edad, ya no se tienen las pasiones de los jóvenes de 20 años. Hay en él una sobrecarga de voluntad de autoafirmación. ¿Esta libido dominante tiene que ver con el pecado original o es el producto de una historia que nos ha acostumbrado a pensar que hay que ser dominantes para ser libres? Siempre permanece esta duda. Intentamos una ética compartida, aceptable, humana y la resistencia es como el pecado original. Pero, ¿el pecado original es tan original o es la división social entre los poderosos y los excluidos? Para intentar una ética no metafísica y no dominadora habría que intentar junto con los excluidos una sociedad donde no hubiera más dominación ni sumisión. Este es, básicamente, el problema ético que tenemos.

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